Del prólogo de Juan A. Hernández Les
Peicovich traza sus aforismos del instante tejiendo como Ariadna unos hilos que le permitan aunar el presente y el porvenir procurándose una salida de la vida que él califica en algún lugar como “porvenirme”: siempre sentí que toda vida es biografía. O sea, vida a escribir. Y que es de la poesía de quien espero anuncie un incierto día (o noche) lo porvenir-me. Casi al comienzo se arranca en sus textos con una declaración que atraviesa como una espada: todo ser humano, por el solo hecho de serlo, debería (así como cobijarse, estudiar, trabajar) poder dar una vuelta al mundo una vez en su vida. Pues sin saber dónde vino, ¿cómo podría saber a qué vino? Veo ahí una circularidad agustiniana: para que hubiera un comienzo se hizo necesario que naciera el hombre. El hombre es en sí un animal que, frente a los otros, narra, se siente impulsado a contar. Vivir no es otra cosa que contar la propia vida: para ello ha de salir afuera, darse una vuelta por el mundo y al regresar ya tiene en si su historia, y él mismo ya no es él mismo. Al poeta le sucede lo mismo, pero con una diferencia: su moi-même le incita a transformarse en cada instante, en cada frase, en cada palabra. Su lengua es su propia lengua, no la lengua común, esa lengua de todos que al niño le obligan a aprender; de modo que vivir también sería una forma de deslastrarse del lenguaje.